En todas partes del mundo, desde tiempos remotamente
inimaginables, ha habido gentes con creencias un tanto pecaminosas. Quizás, al
lector más vivo, le resulte obvio de qué tratará esta desafortunada historia, y
por ello cierre el pesado libro de cuero (incluso antes de acabar esta frase).
Hay tres conocimientos que son indispensables para captar la
maléfica esencia de este cuento. El primero, que el siete es el número
cristiano por excelencia. El segundo, que el seis lo es de Satanás, por estar
situado por debajo del siete. El tercero es el conocimiento acerca de las dos
trinidades cristianas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y Satanás, Lucifer y
Belcebú. Hay un cuarto punto a tener en cuenta, aunque no es propiamente un
conocimiento, pero más valdría que nos preguntásemos qué debe significar, si es
que tenemos alguna pretensión de entender a nuestro querido protagonista. El
número ocho.
Situado por encima del siete, el número divino.
Compuesto por dos treses, ambas trinidades. El codiciado
equilibrio entre el Bien y el Mal.
Un número poderoso, no cabe duda. Nuestra historia se centra
en los Seguidores del Ocho; aquellos locos ajenos a todo aquello que no desean
ver, que creen tener el equilibrio perfecto.
Una cosa más hace falta que el lector tenga en cuenta: el
peligro que se ciñe en estas mal ordenadas palabras. Nunca es agradable toparse
con alguien que cree estar por encima del Bien y del Mal; alguien que jugando a
ser Dios olvidó las reglas del juego.
Alguien que sigue al Ocho.
II.
La cámara de video enfocaba hacia una pared granate, que no
hubiese recordado en absoluto al metálico sabor de la sangre, si fuese posible
obviar los siete cadáveres tirados en el suelo del cuarto. Un hedor
insoportable, nauseabundo. Un único sonido se escuchaba: esas estridentes
carcajadas –frutos de una trabajada locura- que emergían de las profundidades
de la garganta del Seguidor del Ocho, sentado, en su silla de madera, delante
de la vieja y sucia cámara de video, que seguía grabando.
III.
El Seguidor del Ocho se balanceaba en su silla de madera, y
ésta chirriaba y chirriaba. La voz del Seguidor del Ocho (que antes no había
cruzado las fronteras de su perturbada mente), ahora, cada vez con más fuerza,
iba invadiendo la estancia de paredes granates.
-Este, luz, Santa Trinidad… Oeste, oscuridad, Triunvirato…
No cesaba de repetir y repetir esas dos frases (tan
inconexas y sin sentido), cual mantra. Cual enfermo que ha amado y trabajado
tanto su propia enfermedad que, al final y sin remedio, ha quedado preso de
ella.
El tullido Seguidor del Ocho (y digo tullido, no por la
clara falta de raciocinio en su mente, sino por la falta de una de sus manos)
acompañaba sus entrecortadas palabras con arrítmicos golpes del muñón contra el
reposabrazos de la silla de madera, que seguía chirriando, y él seguía
balanceándose, y la cámara seguía grabando.
Y ahora debo reconocer que he pecado por engañar al lector
en el comienzo de esta breve historia: de esos siete cadáveres putrefactos,
sólo seis estaban muertos. El séptimo cuerpo, tumbado en el sanguinolento suelo,
con un grueso y hondo corte atravesándole el pecho, todavía respiraba. Todavía
no había recibido el dulce abrazo mortal de la Bellísima Dama Pálida.
Quizás –y solamente quizás
para aquellos que crean que experiencias como esta nunca se van a olvidar- le
habría valido más no haber hablado, tal y como lo hizo. Pero la pobre chica
habló. Habló y tosió. Tosió y tosió sangre. Y el Seguidor del Ocho, que seguía
balanceándose y la silla chirriando, clavó sus saltones y desorbitados ojos
azules en ella y dejando guardados sus delirios de locura en el rincón más
cuerdo de su mente, le sonrió, mostrándole sus afilados dientes, amarillentos,
como el cazador que le sonríe al conejo que pronto se comerá.
IV.
El Seguidor del Ocho se levantó de su trono de gastada
madera, con un estridente chillido, que recordaba a las fúnebres campanas del
comienzo de los entierros; a la música de aquello que no prometía ser
agradable.
El Seguidor del Ocho cojeaba de la pierna izquierda. Su
cuerpo curvándose hacia un lado, deformándole. Su cara desencajada de
excitación, y sus ojos, perdidos y brillantes, parecían esconder detrás de sí
la mismísima infinidad del infierno. Caminó así hasta Esperanza (sarcástico
nombre para aquél cadáver que respiraba) y desde las alturas que ofrece el
estar de pie, la miró con aplastante superioridad. Y se usa aquí muy
adecuadamente la palabra aplastante
porque acto seguido levantó el pie el Seguidor del Ocho y lo posó sobre el
corte en el pecho de Esperanza. Y luego apretó.
V.
Todo ser racional ha sentido alguna vez que hay un hecho en
concreto que es incapaz de comprender. Cuando conocemos algo, podemos presentir
cómo evolucionará en un futuro. Pero aquí estamos tratando con algo que ni
siquiera llegamos a comprender. Estamos tratando con lo desconocido.
El terror. Esa sensación de que el vómito nos sube por la
garganta. Eso es algo complicado de olvidar. Las sienes son agujas que se nos
clavan y se retuercen; los ojos arden y los párpados pesan y caen; las manos
tiemblan; el cuerpo suda; y la mente (¡oh, la mente!), ésta teme y el corazón
palpita desbocado a un ritmo paranoico, sino más.
VI.
El Seguidor del Ocho cada vez agachaba más la cabeza hacia
Esperanza, y parecía que pronto iba tocarla con la frente. Quedó así: agachado,
con el pie sobre la profunda herida del pecho. Pasaron segundos, tal vez
minutos, y a cuanto más tiempo pasaba más horror sentía Esperanza. No podía
despegar la mirada de aquellos terroríficos ojos; tan azules, tan desenfocados,
y sin embargo cuánto escondían. Vio en ellos el lago rojo que es la sangre con
la que late el mismo infierno; vio a Lucifer, a Satanás, a Belcebú, sonriéndole
desde el otro lado del iris, invitándola a pasar. Vio criaturas que ni el más
afanoso vocabulario lograría describir, ni la mente humana alcanza a imaginar;
figuras del inframundo, muertos que han sucumbido a la oscuridad. También vio a
Dios y a la Santa Trinidad, y no le parecieron menos terroríficos que los seres
que habitaban el infierno.
-Te ofrezco un trato –el infeccioso aliento del Seguidor del
Ocho sacó a Esperanza de su letargo-. Si juras venerar al Ocho y entregarle
tanto tu vida como tu mente, él te protegerá, como hace conmigo, y nunca te
pasará lo que deberá sucederte si no aceptas el trato.
Nunca nadie llegó a saber por qué Esperanza decidió no
aceptar el trato; lo único que sabemos –o tenemos pretensiones de poder
afirmar- es que el Seguidor del Ocho le dio a elegir entre el este y el oeste.
Dios tendrá sus razones para haber condenado a Esperanza a semejante eternidad,
pero le deparó un destino en el que ella escogió el oeste, y aquello era la
oscuridad, el Triunvirato.
VII.
Nadie ha vuelto a saber de aquél Seguidor del Ocho, o de
aquellos seis cuerpos que no tardaron en descomponerse. Menos aún se sabe algo
del cuarto donde sucedió esta escalofriante historia, o de Esperanza, aunque su
caso es todavía más inquietante. Días más tarde la policía local encontró su cadáver,
pero nunca hallaron su alma (o eso dicen las viejas de pueblo que creen en
historias de fantasmas).
Dicen que Esperanza estará en el infierno, entre todos sus
miedos hechos sombras y todos sus dolores multiplicados. Dicen también que
existe una forma de visitar ese infierno y volver cuerdo a la Tierra; lo llaman
el Umbral entre los Mundos.