viernes, 9 de noviembre de 2012

El Seguidor del Ocho.

I.

En todas partes del mundo, desde tiempos remotamente inimaginables, ha habido gentes con creencias un tanto pecaminosas. Quizás, al lector más vivo, le resulte obvio de qué tratará esta desafortunada historia, y por ello cierre el pesado libro de cuero (incluso antes de acabar esta frase).
Hay tres conocimientos que son indispensables para captar la maléfica esencia de este cuento. El primero, que el siete es el número cristiano por excelencia. El segundo, que el seis lo es de Satanás, por estar situado por debajo del siete. El tercero es el conocimiento acerca de las dos trinidades cristianas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y Satanás, Lucifer y Belcebú. Hay un cuarto punto a tener en cuenta, aunque no es propiamente un conocimiento, pero más valdría que nos preguntásemos qué debe significar, si es que tenemos alguna pretensión de entender a nuestro querido protagonista. El número ocho.
Situado por encima del siete, el número divino.
Compuesto por dos treses, ambas trinidades. El codiciado equilibrio entre el Bien y el Mal.
Un número poderoso, no cabe duda. Nuestra historia se centra en los Seguidores del Ocho; aquellos locos ajenos a todo aquello que no desean ver, que creen tener el equilibrio perfecto.
Una cosa más hace falta que el lector tenga en cuenta: el peligro que se ciñe en estas mal ordenadas palabras. Nunca es agradable toparse con alguien que cree estar por encima del Bien y del Mal; alguien que jugando a ser Dios olvidó las reglas del juego.
Alguien que sigue al Ocho.


II.
La cámara de video enfocaba hacia una pared granate, que no hubiese recordado en absoluto al metálico sabor de la sangre, si fuese posible obviar los siete cadáveres tirados en el suelo del cuarto. Un hedor insoportable, nauseabundo. Un único sonido se escuchaba: esas estridentes carcajadas –frutos de una trabajada locura- que emergían de las profundidades de la garganta del Seguidor del Ocho, sentado, en su silla de madera, delante de la vieja y sucia cámara de video, que seguía grabando.


III.
El Seguidor del Ocho se balanceaba en su silla de madera, y ésta chirriaba y chirriaba. La voz del Seguidor del Ocho (que antes no había cruzado las fronteras de su perturbada mente), ahora, cada vez con más fuerza, iba invadiendo la estancia de paredes granates.
-Este, luz, Santa Trinidad… Oeste, oscuridad, Triunvirato…
No cesaba de repetir y repetir esas dos frases (tan inconexas y sin sentido), cual mantra. Cual enfermo que ha amado y trabajado tanto su propia enfermedad que, al final y sin remedio, ha quedado preso de ella.
El tullido Seguidor del Ocho (y digo tullido, no por la clara falta de raciocinio en su mente, sino por la falta de una de sus manos) acompañaba sus entrecortadas palabras con arrítmicos golpes del muñón contra el reposabrazos de la silla de madera, que seguía chirriando, y él seguía balanceándose, y la cámara seguía grabando.
Y ahora debo reconocer que he pecado por engañar al lector en el comienzo de esta breve historia: de esos siete cadáveres putrefactos, sólo seis estaban muertos. El séptimo cuerpo, tumbado en el sanguinolento suelo, con un grueso y hondo corte atravesándole el pecho, todavía respiraba. Todavía no había recibido el dulce abrazo mortal de la Bellísima Dama Pálida.
Quizás –y solamente quizás para aquellos que crean que experiencias como esta nunca se van a olvidar- le habría valido más no haber hablado, tal y como lo hizo. Pero la pobre chica habló. Habló y tosió. Tosió y tosió sangre. Y el Seguidor del Ocho, que seguía balanceándose y la silla chirriando, clavó sus saltones y desorbitados ojos azules en ella y dejando guardados sus delirios de locura en el rincón más cuerdo de su mente, le sonrió, mostrándole sus afilados dientes, amarillentos, como el cazador que le sonríe al conejo que pronto se comerá.


IV.
El Seguidor del Ocho se levantó de su trono de gastada madera, con un estridente chillido, que recordaba a las fúnebres campanas del comienzo de los entierros; a la música de aquello que no prometía ser agradable.
El Seguidor del Ocho cojeaba de la pierna izquierda. Su cuerpo curvándose hacia un lado, deformándole. Su cara desencajada de excitación, y sus ojos, perdidos y brillantes, parecían esconder detrás de sí la mismísima infinidad del infierno. Caminó así hasta Esperanza (sarcástico nombre para aquél cadáver que respiraba) y desde las alturas que ofrece el estar de pie, la miró con aplastante superioridad. Y se usa aquí muy adecuadamente la palabra aplastante porque acto seguido levantó el pie el Seguidor del Ocho y lo posó sobre el corte en el pecho de Esperanza. Y luego apretó. 


V.
Todo ser racional ha sentido alguna vez que hay un hecho en concreto que es incapaz de comprender. Cuando conocemos algo, podemos presentir cómo evolucionará en un futuro. Pero aquí estamos tratando con algo que ni siquiera llegamos a comprender. Estamos tratando con lo desconocido.
El terror. Esa sensación de que el vómito nos sube por la garganta. Eso es algo complicado de olvidar. Las sienes son agujas que se nos clavan y se retuercen; los ojos arden y los párpados pesan y caen; las manos tiemblan; el cuerpo suda; y la mente (¡oh, la mente!), ésta teme y el corazón palpita desbocado a un ritmo paranoico, sino más.


VI.
El Seguidor del Ocho cada vez agachaba más la cabeza hacia Esperanza, y parecía que pronto iba tocarla con la frente. Quedó así: agachado, con el pie sobre la profunda herida del pecho. Pasaron segundos, tal vez minutos, y a cuanto más tiempo pasaba más horror sentía Esperanza. No podía despegar la mirada de aquellos terroríficos ojos; tan azules, tan desenfocados, y sin embargo cuánto escondían. Vio en ellos el lago rojo que es la sangre con la que late el mismo infierno; vio a Lucifer, a Satanás, a Belcebú, sonriéndole desde el otro lado del iris, invitándola a pasar. Vio criaturas que ni el más afanoso vocabulario lograría describir, ni la mente humana alcanza a imaginar; figuras del inframundo, muertos que han sucumbido a la oscuridad. También vio a Dios y a la Santa Trinidad, y no le parecieron menos terroríficos que los seres que habitaban el infierno.
-Te ofrezco un trato –el infeccioso aliento del Seguidor del Ocho sacó a Esperanza de su letargo-. Si juras venerar al Ocho y entregarle tanto tu vida como tu mente, él te protegerá, como hace conmigo, y nunca te pasará lo que deberá sucederte si no aceptas el trato.
Nunca nadie llegó a saber por qué Esperanza decidió no aceptar el trato; lo único que sabemos –o tenemos pretensiones de poder afirmar- es que el Seguidor del Ocho le dio a elegir entre el este y el oeste. Dios tendrá sus razones para haber condenado a Esperanza a semejante eternidad, pero le deparó un destino en el que ella escogió el oeste, y aquello era la oscuridad, el Triunvirato. 


VII.
Nadie ha vuelto a saber de aquél Seguidor del Ocho, o de aquellos seis cuerpos que no tardaron en descomponerse. Menos aún se sabe algo del cuarto donde sucedió esta escalofriante historia, o de Esperanza, aunque su caso es todavía más inquietante. Días más tarde la policía local encontró su cadáver, pero nunca hallaron su alma (o eso dicen las viejas de pueblo que creen en historias de fantasmas).
Dicen que Esperanza estará en el infierno, entre todos sus miedos hechos sombras y todos sus dolores multiplicados. Dicen también que existe una forma de visitar ese infierno y volver cuerdo a la Tierra; lo llaman el Umbral entre los Mundos.